Para llegar al Búho de Oro había que abandonar la travesía principal y recorrer cuatro metros por un estrecho callejón peatonal y sin salida. Soy consciente de que ese pequeño recorrido me restaba mucha clientela, por lo que ese verano decidí montar una pequeña terraza con la ayuda de Don Fortunato, el alcalde, que hizo valer su cargo para agilizar el trámite de los permisos municipales. Cinco mesas bajo cuatro grandes sombrillas con luz tenue y música suave atraían a los paseantes de la travesía, con lo que la clientela aumentó de manera considerable, hasta el punto de que la
ex de Malaspulgas, la que aprendió el oficio en la cantina de Yeserías, nos echaba una mano de manera ocasional.
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Aquella noche el calor era asfixiante y la humedad del mar vencía con diferencia a la fresca brisa que disfrutabamos habitualmente, por lo que los gin-tonics, las cervezas y los helados granizados -idea de Lola- nos estaban dejando una caja muy curiosa. Con el calor, las copas y la animación propia de la época, no nos dimos cuenta de que eran las seis de la madrugada y que comenzaba a adivinarse cierta claridad en la linea del horizonte del mar. La brisa de la playa empezaba a llegar fresca y nos acariciaba la cara despejandonos las ideas. A esas horas apenas quedaban clientes en el Búho de Oro, por lo que Lola, la ex de Malaspulgas y yo, nos sumamos a la tertulia matutina junto con Don Próspero, Malaspulgas, Pasión, Braga, el maestro y un representante que le había vendido a Don Próspero un cargamento de aletas de buzo a muy buen precio y que se estaba dejando la comisión pagando las copas de su clientes y sus amigos.
La luz del día iba invadiendo lentamente la ciudad, los sonidos de la noche se apagaron sin apenas darnos cuenta y el cansancio parecía llegarnos a todos por sorpresa cuando oímos el frenazo de un coche, un portazo y el rápido caminar sobre los adoquines de la travesía. Inmovilizados y confundidos nos mirábamos los unos a los otros cuando escuchamos lo que nos pareció
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la detonación de un disparo. No atinamos a reaccionar hasta que apareció por la esquina la figura de un hombre encorvado, tambaleándose y agarrándose la tripa. Fue entonces cuando nos levantamos como si un resorte nos empujara y corrimos en auxilio del herido. Antes de que llegáramos a la esquina el hombre se desvaneció y quedó tumbado boca arriba con un rictus de dolor en su rostro.
-¡¡¡¡Jerónimo!!!!
El portero de mi edificio yacía sobre la acera con con un boquete ensangrentado en el estomago y la cara completamente desfigurada por el dolor. Sus ojos se movían sin dirección ni sentido hasta que se cruzaron con los mios
-No vaya a casa, señor.
-Jerónimo, ¿qué dices?
-
Búho, no vayas a casa antes de las ocho menos tres minutos -balbuceó antes de cerrar los ojos-
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